Asociación Trisomía 13, Trisomía 18 y  
otras malformaciones genéticas graves.



Timoteo

El 2 de agosto de 2010 me hice la anmiocentesis. Yo no quería, pero los valores de la triple screen habían salido tan desorbitados que mi marido y yo decidimos saber a qué nos enfrentábamos. La llamada del hospital llegó el día 26. Un jueves de terrible calor. Si los síndromes de Down los comunican en unos siete días, así que lo nuestro iba a ser algo fuerte. La noticia nos dejó en un estado de colapso emocional. No hablábamos. Me sentí asfixiada por el miedo, paralizada por el dolor. Sin más compañía que mi angustia. Sola y desamparada frente al diagnóstico. El síndrome de Edwards me resultaba inaceptable: debía enfrentarme a la muerte de mi propio hijo antes de nacer ¿Puede haber algo más cruel?
Como no éramos capaces de verbalizar qué pensábamos hacer con la noticia al día siguiente llamamos a mi hermana para que nos ayudase a hablar. La decisión fue rápida: seguíamos para adelante. Con el tiempo veo cómo vislumbramos que el enfoque del "yo" no era el correcto. Mi dolor, mi sufrimiento, mi angustia, mis esperanzas rotas no respondían. Por encima de todo ello, seguía siendo un hijo, mi hijo. Seguía siendo un bebé, que como cualquier bebé y como cualquier persona, sólo anhela que lo quieran y que lo acepten como es: guapo o feo, enfermo o sano. Sólo pedía que lo siguiéramos queriendo como ya lo queríamos antes de que fuera concebido.
Para mí fue un salto al vacío en el que creí que el amor lo podría todo. Por encima del dolor y de la desesperanza, el amor jugaba de nuestra parte.

El martes llamé al hospital para decirles que seguíamos con el embarazo, pero la enfermera que me atendió me indicó que la doctora creía que no era un asunto que se debiera tratar por teléfono y me pidió que fuera al hospital. Fui, pero no tuve fuerzas para esperar y me volví a casa. Como teníamos cita para la eco 20 en una semana decidimos con mi marido esperar a la eco 20 para comunicarlo. Así lo hicimos. La eco, ya con el diagnóstico de la trisomía 18, fue larga y detallista. Sin embargo, sólo las orejas de implantación baja delataban su síndrome. Como tampoco vieron nada en su corazón, ni en sus manos y nos volvieron a citar al cabo de 10 días. Se repitió el resultado. Como el nuestro es un pequeño hospital y por primera vez iba a nacer un bebé con síndrome de Edwards, los ginecólogos (con nuestro beneplácito) nos derivaron al hospital más importante y con más medios de nuestra comunidad autónoma. Sobre todo pensando en el niño. Tras varias visitas, mi marido y yo sospechamos que no era necesario acudir a esas consultas. Era un diagnóstico genético, las ecografías no dejaban ver nada, yo me encontraba estupendamente y nada podíamos hacer… pedimos volver a nuestro hospital de cabecera. No pusieron ninguna objeción, pero antes debíamos hablar con el jefe del servicio de Obstetricia Patológica que era a donde nos habían derivado. El doctor fue rotundo: nuestro niño no tenía derecho a los avances técnicos. Se iba a evitar el encarnizamiento terapéutico. Su vida dependía de las fuerzas con las cuales naciera y los cuidados paliativos básicos se le podían administrar en el hospital de nuestra pequeña ciudad. De regreso a casa no hubo ningún problema y los hospitales se pusieron de acuerdo en el protocolo y en cómo actuar. Estar en casa, en un hospital casi familiar, nos facilitó mucho el proceso.
Visitamos al cardiólogo tres veces para intentar saber algo de las cardiopatías de Timoteo. Se confirmó una comunicación interventricular calificada de leve a moderada. Pero eso fue en la última visita, en la primera tampoco sacaron nada en claro. Durante la segunda consulta la doctora explicó que notaba cómo el bebé estaba a gusto, "no hay disconfort", según sus palabras textuales. Oír aquello me llenó de alegría. Me imaginé que si mi niño vivía alegre, estábamos consiguiendo un embarazo feliz, que nuestro hijo no se sintiera rechazado.
Se acercaba el parto y Timoteo no se colocaba. Venía de nalgas. Mientras que algunos médicos defendían que tenía que ser un parto natural "para que la madre quede dispuesta cuanto antes para nuevos hijos", razonaban; otros no lo veían nada claro. Era un parto de nalgas y en España hace años que no se llevan a cabo. Los podálicos implican cesáreas. Al final, cumplida la semana 39, venció la opción de la intervención quirúrgica ya que el feto perdía peso. La tarde de mi ingreso hospitalario nos reunimos con el ginecólogo y el pediatra que iban a atendernos y quienes nos explicaron cómo iban a proceder. El ginecólogo afirmó "yo aquí tengo la parte más sencilla". Lo último que oímos de boca del pediatra fue: "Si al cortar el cordón umbilical no respira, no le reanimaremos. Así lo indica el protocolo". Mi marido y yo respondimos con una amplia sonrisa. Timoteo iba a vivir, al menos un poquito. A pesar de todos los augurios fatales que rodean a un niño con síndrome de Edwards nosotros creíamos con una firme obstinación que nacería. Nunca nos imaginamos otro escenario. Timoteo nació y respiró por sí solo a las 9.50 del 21 de enero de 2011. No necesitó ayuda, nos ofreció el regalo más maravilloso de nuestra vida. Yo estaba aturdida por la anestesia, pero nunca se me borrará el rostro de inmenso alivio y felicidad que observé en el equipo médico. En especial del pediatra y la matrona.
Cuando llegué a nuestra habitación, la 325, ya nos estaba esperando un sacerdote amigo para bautizarlo. Timoteo estuvo todo el tiempo junto a nosotros. Visitado, arropado, de brazo en brazo, besado, querido y mimado. Todo el mundo quería conocerlo. Fue un bebé muy famoso que sacó lo mejor de todos: de la familia, de los amigos y del equipo médico. Esa criatura tan pequeña y débil nos transformó en personas más humanas. Le gustaba que le bañaran y como comía tan lentamente y perdía peso, al cuarto día de su vida le colocaron una sonda. Y el miércoles 26 de enero, cerca de las 22 horas, falleció en mis brazos contra todo pronóstico. Y recalco contra todo pronóstico porque murió de repente, sin aviso, sin dolor y porque esa misma tarde el pediatra había manifestado las estupendas condiciones de Timoteo a pesar de su trisomía. Dijo adiós en un instante y sólo nos dejó alegría y paz. Ni un tubo de más, ni un sufrimiento, ni un dolor, ni un lamento.
El amor te convierte en audaz y te empuja a hacer cosas que parecen imposibles. Las historias de las trisomías pertenecen a este capítulo de locuras. De locuras que siempre tienen un final feliz por muy oscuras que parezcan al principio.

Timoteo 1 Timoteo 2 Timoteo 3 Timoteo 4